Me gusta el cine, pero no necesariamente “el buen cine”. Si por casualidad la película es buena, genial, pero no suelo hacer una revisión previa en Rotten Tomatoes para ver qué piensan los críticos, ni tengo una calificación mínima en IMDb para decidir si veo una película o no.

Quienes tengan la costumbre de ir al cine con frecuencia es posible que hayan notado que, reabiertas las salas una vez pasada la etapa de mayor incertidumbre de la pandemia, había más películas de terror (u horror) en cartelera que de costumbre. Para alguien como yo, que le rehuye a éste tipo de películas, eso era un problema.

Lo cierto es que ese incremento no era producto de la casualidad, la producción de películas de terror ha crecido año tras año. Según The Horror Report, en el año 2000 se hicieron alrededor de 200 películas del género, número que superó las 1000 para el 2016. Estudios como Blumhouse (Paranormal Activity, The Black Phone, M3GAN) y A24 (The Witch) emergieron como referentes, redefiniendo incluso el modelo de negocios. Ante la pausa auto impuesta por los grandes estudios a la espera de mejores taquillas para sus blockbusters, el terror fue un recurso útil para mantener las salas de cine con oferta.

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